
En un mundo donde la información se mueve más rápido que las balas, pocos se detienen a mirar quiénes realmente aprietan el gatillo. El reciente recrudecimiento del conflicto entre Israel e Irán no solo pone en jaque la estabilidad del Medio Oriente, sino que vuelve a poner en evidencia una verdad amarga y cruda: las guerras no se deciden en los frentes de batalla, sino en mesas de mármol, donde copas de vino tinto acompañan decisiones letales.
Detrás de cada bombardeo, de cada misil lanzado, de cada niño sepultado bajo escombros, hay una firma invisible: la de las élites que mueven las piezas en este tablero geopolítico. Son figuras ocultas para la mayoría, poderosos con rostros de piedra que negocian vidas humanas como si fueran fichas desechables. Las llamadas “élites luciferinas”, como muchos las nombran, son aquellas estructuras de poder que actúan con frialdad y desdén hacia el sufrimiento humano, que priorizan intereses económicos, estratégicos o ideológicos, mientras el pueblo paga el precio con sangre.
El conflicto entre Israel e Irán no surgió de la noche a la mañana. Es el resultado de décadas de tensiones políticas, religiosas, territoriales y de manipulación internacional. Sin embargo, mientras los líderes reparten discursos nacionalistas o defensivos frente a las cámaras, las verdaderas decisiones se toman lejos de la vista pública, en salones oscuros donde la guerra es solo un «plan B» para seguir moviendo la economía del miedo y el control.
En Gaza, Teherán, Tel Aviv o Damasco, el pueblo sufre. Las familias se esconden bajo tierra, las escuelas se convierten en refugios improvisados, y la vida cotidiana es interrumpida por el silbido mortal de la artillería. Pero en Davos, Nueva York, Londres o Jerusalén, las cúpulas de poder brindan, conspiran y acuerdan. Los peones —los soldados, los ciudadanos, los niños— son quienes padecen el dolor que ellos jamás sentirán.
La verdadera pregunta que debemos hacernos es: ¿hasta cuándo permitiremos que unos pocos decidan por la mayoría? ¿Hasta cuándo el ser humano seguirá siendo utilizado como moneda de cambio en los juegos oscuros del poder global?
El pueblo, de cualquier nación o religión, merece vivir en paz. La humanidad merece más que guerras cocinadas con cinismo y servidas en bandejas diplomáticas. No es la fe ni la patria la que impulsa estas guerras, sino la codicia y el deseo de dominio de unos cuantos.
Y mientras la sangre siga corriendo, ellos seguirán bebiendo su vino.