Columna: La Mesa Redonda
Por: Víctor Salazar
La política de la Cuarta Transformación (4T) ha logrado algo que parecía impensable: polarizar a la sociedad en dos grandes bloques, los «chairos» y los «derechairos», donde cualquier crítica o cuestionamiento hacia el actual régimen es rápidamente descalificado con argumentos repetidos y simplistas. Si una persona expresa desacuerdo con las políticas gubernamentales, sin importar si es un ciudadano trabajador, padre de familia, o alguien que simplemente defiende la propiedad privada, inmediatamente se le tacha de «PRIANista», de haber perdido «privilegios», o de ser un «religioso fanático» que vivía a expensas de un sistema corrupto.
Este tipo de descalificación, que reduce el debate a etiquetas y acusaciones, es una táctica eficaz para silenciar la disidencia. En lugar de permitir un diálogo constructivo, se promueve una guerra de palabras que profundiza la división entre los mexicanos. Bajo esta lógica, cualquier persona que cuestione al gobierno actual se convierte automáticamente en un enemigo del «pueblo», sin importar si realmente recibió beneficios de administraciones anteriores o si su único interés es defender valores como el trabajo honrado y la propiedad privada.
La estrategia de la 4T ha sido clara: alimentar este conflicto entre «chairos» y «derechairos» para manipular la opinión pública, desviando la atención de los problemas reales del país. En lugar de debatir políticas públicas, se fomenta una lucha de clases artificial, donde el pueblo sigue siendo el más afectado. Mientras tanto, los verdaderos ganadores son los que están en la cima del poder, que se benefician de una población dividida y entretenida en discusiones ideológicas que no resuelven los problemas de fondo.
Es preocupante que este fanatismo se haya convertido en la norma, en una especie de lealtad ciega que impide el análisis crítico. La 4T ha sabido capitalizar este fervor para consolidar su control, dejando a los ciudadanos atrapados en un ciclo de enfrentamientos sin sentido, mientras los temas urgentes del país –como la seguridad, la justicia y el desarrollo económico– se mantienen en un segundo plano. El fanatismo, por cualquier bando, solo beneficia a quienes controlan el discurso, mientras el pueblo pierde en cada batalla dialéctica que no lleva a una solución real.